Es lo que anticipan datos del INDEC y proyectan analistas privados. La inflación sin control acentúa los desequilibrios salariales, sobre todo en perjuicio de un ejército de 9,2 millones de trabajadores
Es inútil plantear que hasta los datos del INDEC, recuperado del desprestigio del último kirchnerismo, desmienten la fantasía del repunte económico impresionante que pregonan, sin sosiego, el Presidente y la propaganda oficial.
Resulta inútil en principio porque en un vale todo para todo permanente, Alberto Fernández se tomó la costumbre de afirmar y afirmar cosas semejantes sin preocuparse de que la realidad confirme sus afirmaciones, ni siquiera que ellas sean mínimamente creíbles.
Esta vez, en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso, apabulló a los aplaudidores adictos con números y récords sobre el crecimiento económico de 2021 respecto de 2020 y remató con el supuestamente vigoroso, envidiable modo como la Argentina salió de la pandemia.
La estadística oficial de ese período dice suba del PBI del 10,3% contra caída del 10%.
No luce nada mal, cuando la malaria aprieta. Pero una cosa diferente es andar pavoneándose con que la Argentina está ante una de “las recuperaciones más rápidas del mundo” y, al primer testeo, chocar de frente contra estadísticas que se pueden encontrar sin mucho esfuerzo, aquí cerca, en el vecindario.
La misma comparación que aplicó Fernández arrojó, en Brasil, un 4,6% positivo para 2021 versus el 4,1% negativo de 2020. Chile cantó nada menos que 11,7 % respecto de una caída del 5,6%, es decir, una diferencia de 6 puntos porcentuales. Y Perú, 13,5 contra 11,1%.
Clarito: por la parte que nos toca, nada de otro mundo.
Un modelo parecido se usó en un aviso de la Presidencia de la Nación que, por semanas, batió el parche de la trepada que la actividad económica había acumulado durante los primeros nueve meses de 2022 para explotar, otra vez, la cantinela del efecto pandemia superado.
El punto es que se trató de un rebote de poca monta, breve y casi imperceptible, que empezó a diluirse, justamente, en agosto. Luego, la economía pegó la vuelta y los cuatro últimos meses de 2022 anotaron caídas en seguidilla, según cifras del INDEC.
Al interior de ese paquete, la industria plantó siete rojos en trece meses y la construcción, cinco en los últimos seis. También en pendiente, el conglomerado compuesto por el comercio mayorista y minorista cerró diciembre con un registro inferior al de diciembre 2021.
Un dato completa el cuadro y lo potencia: entre las tres actividades concentran el 41% del Producto Bruto Interno.
Son todos signos de un clima recesivo que, para algunos analistas, avanza sobre un 2023 ya bien complicado por el impacto feroz de la sequía y los coletazos del torniquete cambiario: pronostican retroceso del 2,8%. Para otros, es un planchazo que se veía venir, inevitable, en una economía que cruje por todas partes.
En medio del barullo de cifras e interpretaciones diversas, quedó patinando el repunte del 5,2% que la estadística oficial adjudicó a 2022. Es que, según estimaciones privadas, ese 5,2 tiene incorporado un 5% o cinco puntos que vienen del salto que la actividad pegó en el segundo semestre de 2021.
Descontados esos cinco puntos que en la jerga se llaman arrastre estadístico, para el caso positivo, estaríamos hablando de un crecimiento real de apenas un 0,2%. Otras variantes achican el arrastre y ponen el resultado final en alrededor del 2%. Tampoco de otro mundo.
Cuesta encontrar en semejante revoleo de cifras de dónde saca Fernández otro par de eslóganes con fuerte olor electoral. Uno, que el país “es sustancialmente mejor al que había hace tres años”. El siguiente, que “hemos dejado los cimientos sobre los cuales construir el gran país que soñamos”.
En el mismo papel de libre pensador oficialista ha dicho estos días que la inflación “es un problema que afecta a la Argentina hace décadas”. Y, también, que “estamos decididos a bajarla, pero no al costo de una mayor pobreza o de afectar el crecimiento”.
Títulos, nuevamente. Humo si se quiere o el truco de patear la pelota para afuera que, de tan viejo y trajinado, paga cada vez menos, tirando a cero.
Encima, los datos del INDEC martillan con una súper inflación que sacude sin respiro a los ingresos de los trabajadores y, sobre todo, a los de quienes no están sindicalizados, carecen de coberturas sociales y laborales básicas y viven en los márgenes del sistema.
Es notoriamente el caso de los asalariados informales, con ingresos que desde 2017 perdieron un 34,7% de su poder de compra según cálculos del economista Nadin Argañaraz. Si la medida del deterioro es el costo de los alimentos, el porcentaje crece al 39,5% y se mantiene en 39,2% contra servicios de salud y medicamentos.
Ese ejército de trabajadores suma alrededor de 9,2 millones, entre ocupados en negro y cuentapropistas, concentra la mitad de la fuerza laboral del país y en su propia magnitud habla de una economía de escasa productividad y poco inclinada a la inversión. Obviamente, conviven con la pobreza.
Un detalle político, que a esta altura de la película es bastante más que un detalle, dice que en los partidos del Conurbano bonaerense los también llamados trabajadores no registrados son el 40,9% y significan uno de los registros más altos del país. Justo, en un territorio donde el cristinismo juega su futuro.
Otro detalle, esta vez del tipo previsible, revela que a la salida de la pandemia el trabajo informal fue el que más rápidamente se recuperó; se entiende, el trabajo precario, de salarios bajos y libre de problemas judiciales.
Hay aquí de todos modos una luz amarilla tirando a roja. Lleva el sello de una disparidad de ingresos enorme y pinta a riesgos de conflictividad social, en medio de las tensiones políticas del tiempo electoral.
Puesto en porcentajes de Argañaraz, los trabajadores privados en blanco han perdido ingresos equivalentes al 17% de sus sueldos desde 2017 contra el 20,9% de los estatales. Ya fue dicho: en el piso de la pirámide, los asalariados informales resignaron nada menos que el 34,7% de su poder de compra.
Siempre lista, la portavoz presidencial, Gabriela Cerruti, salió con una frase de otro mundo: “La enorme mayoría de los trabajadores en blanco (registrados) le gana a la inflación”. Si fue cierto, fue por un momento: en enero ya vuelven a perder.
Ya nadie toma en serio ciertas definiciones oficiales, más cuando la economía real sigue empantanada en ese cóctel que traducido se llama estanflación y sacudida, además, por incertidumbres bien terrenales que se proyectan incluso al cortísimo plazo.
Vale precisar, de paso, que en la versión local donde dice estancamiento debiera decir caída del PBI real por habitante del 13%, desde 2011. Y la inflación es súper inflación con número puesto: en febrero habrá desbordado el 100% anual.
En palabras de Cristina Kirchner esto se llama “estamos en el horno”. Y como si no fuera parte del gobierno, nada menos que vicepresidenta, ni hubiese sido al fin quien puso a Alberto Fernández en el lugar en que está, repiqueteó con la inflación del 100% y zampó un “están por el piso” cuando habló de los salarios reales y el empleo.
Ninguna curiosidad ni grieta, Cristina y Alberto acostumbran tocar la misma música cuando hablan de problemas que los involucran: corren el foco y los ponen en otro lado, como si así pudiesen sacárselos de encima. Quieran que no, la realidad es que están en el mismo barco llamado Frente de Todos o, si se prefiere, kirchnerismo.
Por Alcadio Oña
Foto.- Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, en la apertura de sesiones ordinarias , el 1° de Marzo de 2023
Fuente.- https://www.clarin.com