‘Deseo que las generaciones que vengan detrás de mí puedan asumir el legado, tomar la decisión de recordar’.
Horacio Neuah estaba ahí de casualidad. Fue a buscar un pedido de telas en el concurrido barrio de Once. Lo metió en su auto y estaba manejando cuando de repente todo se hizo oscuro.
“Yo no entendía por qué crujía todo el coche, volaban los vidrios de mi coche”, recuerda Horacio 30 años más tarde. “Mi coche me di cuenta que no estaba andando, sino que saltó un tramo como de tres edificios”.
Eran las 9:53 de la mañana, el 18 de julio 1994. Treinta metros atrás suyo había explotado una bomba en frente de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA). La explosión fue tan fuerte que el auto de Horacio voló casi media cuadra y aterrizó sobre la esquina. Se bajó, confundido pero milagrosamente ileso, y lo que lo enfrentaba era una pesadilla.
“Fue algo infernal. Una onda expansiva terrible, se hizo oscuro, todo oscuro, todo. En un día de cielo azul se hizo oscuro todo”, recuerda. La fachada entera del centro comunitario judío había desaparecido, la calle un mar de escombros. “Volaban vigas de fierro, marquesinas, impresionante. Y había un olor amoniaco terrible en toda la zona”.
Las palabras de Horacio tienen el peso de un recuerdo fresco sin cauterizar, como si hubiera sucedido ayer y no hace las tres décadas que pasaron desde el atentado a la AMIA, el más letal de la historia argentina.
La bomba mató a 85 personas y dejó a cientos heridos. Tan solo dos años antes había habido un ataque similar a la Embajada de Israel en Argentina en Buenos Aires. Las dos tragedias azotaron la sociedad argentina bajo la presidencia de Carlos Saúl Menem, un gobierno plagado de eventos inexplicables, incluyendo la muerte de su propio hijo en un accidente aéreo.
Aunque la Justicia investigó acusaciones de que la organización terrorista libanesa Hezbolá y el gobierno iraní estaban detrás del atentado, esto nunca fue demostrado ante los tribunales. La investigación fue ensombrecida por acusaciones de corrupción y encubrimiento, y el caso nunca se resolvió: nunca nadie fue condenado por el atentado en sí y la justicia para las familias y los sobrevivientes sigue pareciendo lejana.
Ahora con 79 años, la aleatoriedad de la violencia le provoca una nube de “¿Y si…?” a Horacio. Sumido por el trauma que acababa de vivir, su único pensamiento era volver al auto y encender el motor. Seguía funcionando y así nomás, empezó a conducir.
“Lo que más me reprocho es que cuando yo me bajé del auto no miré para atrás, no ayudé a la gente. ¿Cómo puede ser que me haya escapado?”.
Estaba tan conmocionado que se olvidó por completo de buscar a su mujer, a la que había dejado a unas cuadras de distancia. Cuando se reunieron horas más tarde, se enteró de que ella lo había estado buscando entre los cadáveres. Con el tiempo descubriría que sólo se había salvado porque un camión estaba detrás del auto en el momento de la explosión. El conductor murió.
“Ese camión me salvó la vida. Yo tenía una posibilidad de uno en mil de salvarme”.
Un día trágico
La mañana del 18 de julio amaneció fría en Buenos Aires, pero con un cielo de azul intenso. Era el primer día de las vacaciones de invierno para estudiantes de la Universidad de Buenos Aires como Cristian Degtiar y Paola Czyzewski. Ambos tenían 21 años y estudiaban derecho, pero no se conocían.
Cristian trabajaba en la ONG Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas (DAIA), cuyas oficinas estaban dentro del edificio de la AMIA. Cristian generalmente iba ahí por las tardes pero como tenía la mañana por vacaciones aceptó entregar un informe a las 9 de la mañana con sus amigos Viviana Casabe y Ezequiel Szafir. Llevaban meses trabajando sobre eso.
Los padres de Paola son contadores y trabajaban para la AMIA. Luis, su padre, haciendo una auditoría en el cementerio de la AMIA en La Tablada a 20 kilómetros de Buenos Aires ese día. Su madre, Ana María Blugerman, le había pedido a Paola que la ayudara en su oficina en la AMIA. Llegaron a las 8:30 a.m y empezaron a trabajar al fondo del segundo piso. Una hora después, Paola tomó el ascensor a la planta baja para buscar un café que había pedido.
Cristian ya estaba en la oficina con Viviana cuando Ezequiel lo llamó avisando que llegaría tarde. Cristian le respondió en chiste que más le valdría llevar medialunas y latas de Coca y Fanta para compensar. Ezequiel compró lo encomendado y ató su moto a dos cuadras de la AMIA. Ahí escuchó la explosión.
La hermana de Cristian, Marina, estaba en el trabajo cuando escuchó que algo había pasado en la AMIA por la radio. Llamó a la casa de sus padres y se enteró que su hermano había ido a trabajar. Corrió al auto con su marido y manejó lo más rápido posible.
“Mi última imagen es llegar y ver el hueco en la mitad de la calle donde antes era el edificio de la AMIA. Después, un vacío en mi memoria. Lo siguiente que recuerdo es ver a mis padres y abrazarlos”.
Paola acababa de llegar a la planta baja cuando estalló la bomba. Murió junto al repartidor de café, los guardias de seguridad de la puerta y la mayoría de las personas que se encontraban en la parte delantera del edificio. Igual que Cristian y Viviana.
La mamá de Paola salió ilesa y llamó a su marido Luis usando un celular prestado.
Luis ya estaba corriendo para allá cuando escuchó la noticia del atentado al contestar. Solo podía escuchar a Ana gritando “Paola” desesperada. Estacionó a diez cuadras e inmediatamente se dio cuenta de que estaba pisando polvo y pequeños trozos de escombros.
“Cuando ves eso te vas desmoronando”, le dijo al Buenos Aires Herald.
Luis encontró a Ana a unas cuadras de la AMIA.
“Nunca voy a olvidar la cara de mi señora, todo como un hematoma mayúsculo, como si le hubiesen dado un golpe fenomenal y los ojos casi saliendo de su órbita”, dice.
“Lo que hacía era gritar, gritaba Paola, Paola, Paola. Ahí ya empezamos a darnos cuenta de que era lo que había pasado con mi hija”.
Las secuelas
La noticia más temida llegó dos días después. Identificaron los cuerpos de Cristian y Paola en la morgue.
Sus familias habían pasado la mayor parte de esas 48 horas posteriores al atentado en un auditorio de la AMIA cercano al edificio principal. “Había una persona que cuando aparecía algún cuerpo lo que hacía era pararse sobre una tarima y gritar cómo era el cuerpo para ver de identificar a cada una de esas personas”, recuerda Luis.
En realidad, el cadáver de Paola fue el primero en entrar en la morgue ese día, pero su familia desestimó el aviso porque el informe decía que parecía pertenecer a una persona de 40 años. Su hermana reconoció su ropa en el depósito y confirmó que era ella el 20 de julio.
Hasta el final, Marina estuvo convencida de que Cristian estaba vivo. Sólo deseaba que no le hubiera pasado nada en las piernas: era un apasionado por el fútbol. “No habría podido jugar si le hubieran lastimado las piernas”, explica.
Marina no recuerda el momento exacto en que supo que su hermano había muerto. Lo único que recuerda es dar patadas y puñetazos a la pared.
“Mi obsesión fue que haya sido el primero. Que no haya sufrido, que no se haya enterado lo que pasaba”, dijo. she says. “Ahora pienso que sí sabía, pero que solo fue por unos segundos y no sufrió. Es la reconstrucción que creé en mi mente”.
Un grito de justicia
“30 años, la verdad con el alma vacía”, dice Horacio, sus ojos llenos de tristeza eterna. “Haberme salvado es un premio. No es gratis el premio, no es que me gané la lotería. Queda una carga”.
Sentado en un banco frente al Palacio de Justicia de Buenos Aires, Horacio señala que está de espaldas al edificio judicial, “igual que nos hicieron a nosotros”. Testificó en el juicio a lo largo de los años, pero dice que nunca consiguió nada.
“Nadie vino a decirme: ‘¿qué te pasa viste, cómo quedaste?’ Estoy frustrado. Yo no quiero plata, no quiero nada, quiero que se aclare la cosa”.
Luis y Marina forman parte de las decenas de familias de víctimas que siguen luchando por que se haga justicia e intentando reconstruir sus vidas en el proceso. Pasaron muchas cosas a su alrededor, incluido el edificio de la AMIA, que fue reconstruido y transformado. Ahora cuenta con medidas de seguridad para evitar que se repita la tragedia de 1994.
“En lo personal, tengo un mandato que siento que mi hija me dio, que es pelear para que aquellos que tuvieron algo que ver en este crimen colectivo paguen por lo que por lo que hicieron”, dice Luis. Un retrato de Paola descansa en frente suyo sobre el escritorio. “Estoy haciendo lo mejor que puedo”.
Marina, quien por años fue azotada por esos pensamientos agonizantes sobre los últimos momentos de su hermano, consiguió algo de consuelo. Trece años después del atentado Ezequiel, el amigo de Cristian que se salvó de la explosión, se contactó por email y le contó la historia de sus últimos momentos. “Gracias a eso entonces yo sé que mi hermano estaba esperando por las medialunas, por una Fanta, bromeando con amigos”.
Luego de años inmersa en lo que llama las “trincheras” de la lucha judicial, ahora se centra en asegurarse de garantizar que la memoria de las víctimas siga viva después de que ella se haya ido.
“Deseo que las generaciones que vengan detrás de mí puedan asumir el legado, tomar la decisión de recordar”.
Por Amy Booth
Amy Booth
Jefa de redacción del Buenos Aires Herald
Foto.- Portada – Imagen – Cortesía de la AMIA – La AMIA después de la explosión
Fuente.- https://www.ambito.com